jueves, 30 de agosto de 2012

I.1 LA SIERRA DEL PERÚ ¿TIENE FUTURO?

La Cordillera de los Andes es el factor geográfico fundamental de nuestro país, la espina dorsal de su territorio. Constituye la cadena montañosa de mayor longitud y anchura, promedialmente la más alta así como la más poblada del mundo, y encuentra a nuestro país posesionado en su sector central. El hecho de que los Andes contengan el 28 % del territorio nacional y que se interpongan entre el desierto costero y la llanura amazónica señalan, en estos tiempos de globalización, la necesidad urgente de asignarle una función en la construcción del Perú del futuro así como desplegar su vocación articuladora de espacios complementarios.

Recursos naturales escasos pero diferenciados
Pero la sierra peruana no es una región fácil de dominar. Desde el punto de vista físico, le ha tocado a nuestro país la parte del relieve andino más agreste, con elevadas cumbres, empinadas vertientes y muy estrechos valles, mientras que desde el punto de vista climático las precipitaciones se hacen gradualmente más escasas conforme se avanza de la sierra (casi) siempre verde  del norte de Cajamarca, a las estepas áridas del “altiplano”  en la sierra sur, en lo que constituye una gradiente árida que afecta el corazón continental y que, más allá de los Andes y del dominio territorial peruano, se prolonga a través del Chaco y la Patagonia. Esas características físicas de nuestra región andina se reflejan en la escasa y dispersa disponibilidad de los recursos agrícolas -suelo y agua-, fundamentales para propiciar una ocupación racional y permanente del territorio así como para asignarle una especialización funcional. En ese sentido, la sierra peruana es muy distinta a la de, por ejemplo, Colombia, país vecino en donde los Andes son más bajos, menos abruptos y mejor rociados por agua de lluvia, por lo que  forman entre las principales cadenas montañosas extensos y feraces valles (los de los ríos Cauca y Magdalena, principalmente) que constituyen la base del potencial agrícola de ese país y uno de los pilares de su economía. ¿Dónde se localizan las tierras fértiles en los Andes peruanos?. Casi en ninguna parte; el valle del Mantaro es nuestra mejor carta de presentación, pero con sus 108,000 hectáreas de tierra agrícola irrigada y de secano, sólo representa una mínima fracción de la que ofrecen los mencionados grandes valles andinos colombianos.

En vías de compensación, la sierra peruana es abundante, en cambio, en recursos mineros y en ecosistemas diferenciados. En lo primero, el proceso de orogénesis ha determinado que a la par del levantamiento andino, desde el cretácico tardío, se produzca una intensa mineralización principalmente en las sectores más altos o culminantes del relieve, lo que constituye la base de nuestra riqueza en recursos mineros, especialmente los polimetálicos. En ese sentido, el discurso -más político que técnico- que sentencia que   no debe haber minería en las cabeceras de cuenca, desconoce esta realidad impuesta por la naturaleza: si ha de haber minería en la sierra peruana, casi siempre será en los pisos superiores andinos, de modo que la actividad minera constituye un reto permanente para el país en términos de armonizar la dotación de recursos naturales con las necesidades del desarrollo sostenible.

En cuanto a los ecosistemas diferenciados, ellos se construyen verticalmente a muy escasa distancia horizontal unos de otros. Así, sobre un mismo valle (el del río Rímac, por ejemplo), avanzando en altitud, este factor favorece la aparición de medios de vida natural individualizados, muy próximos unos de otros, que se imponen sobre el hecho concreto de la ubicación tropical de nuestro territorio; dicho en otros términos, en el Perú la altitud se impone a lo que ordena la latitud geográfica. De ese modo,  encontramos en nuestra serranía ecosistemas propios del subtrópico, de las regiones de latitudes medias y finalmente de las regiones circumpolares, con sus particularidades referidas a la alternancia, a lo largo del año, de rangos de temperatura (en este caso también con marcadas variaciones diarias) , de precipitación, y de presión y humedad atmosférica, elementos cuya combinación específica, sumado a factores topográficos, geológicos, edafológicos y otros, define  ecosistemas individualizados, poseedores de posibilidades productivas diferenciadas. Son las ocho regiones naturales que postulaba Javier Pulgar Vidal y que estimularon, en el pasado prehispánico, el “control vertical” de pisos o “islas ecológicas” por parte de las culturas superiores andinas, asunto que ya esbozó en la década de 1930 el geógrafo alemán Carl Troll y que en la década de 1970 estudió particularmente el antropólogo norteamericano John Murra.  

Habiendo señalado precedentemente que los recursos agrícolas en la sierra son escasos y discontinuos, esta constatación nos indica que las posibilidades productivas del campo en nuestros Andes irán siempre por el lado de la especialización y nunca por el de la masificación. La sierra peruana no será jamás un granero para el mundo, tal como en Sudamérica lo es Argentina o la región centro-sur del Brasil (y en proceso de incorporación el oriente boliviano), con su producción millonaria -en toneladas- de trigo, soya, maíz, arroz, azúcar, carne bovina; pero sí puede ser un área ofertante de productos procesados de origen agrícola y ganadero, muy   diversificados, de poco volumen pero de alto valor nutricional y económico, destinados a mercados especializados.

El tránsito del centro a la periferia
En el curso de nuestra historia, desde la Colonia, la sierra ha pasado de ser la “región central” del país, depositaria de los más importantes contingentes demográficos, espacio de desarrollo de las principales actividades económicas lideradas siempre por la minería, y sede de los centros administrativos que gobernaban el territorio, a constituirse en una región casi marginal. Las cifras no mienten: según el INEI, de contener el    65 % de la población del país en 1940, ella pasó a representar el 44 % en 1972. Casi cuatro décadas después (censo 2007), la sierra sólo “pesa” el 32 % en la demografía nacional: de dos tercios a solo uno de la población total del país en 67 años. En materia económica, la sierra aporta únicamente el 14.9 % del PIB nacional (CEPLAN, 2011), valor representado  principalmente por la producción minero-metálica primaria, aporte sin el cual su presencia en la economía nacional sería casi fantasmal. El drenaje de sus recursos humanos que tuvo una acentuada direccionalidad campo-ciudad entre las décadas de 1950 y 1980, se encuentra en la base de esta situación periférica que hoy ocupa la sierra en materia demográfica y económica en el concierto nacional, pero las políticas de desarrollo para la región andina o, mejor dicho, la falta de las mismas por parte de los sucesivos gobiernos durante y con posterioridad a ese período, no ha hecho sino acentuar su marginalidad. Más allá de las grandes ciudades costeras, el foco prioritario de atracción para la migración andina actualmente son las áreas del piedemonte oriental, en donde un Estado casi ausente permite el desarrollo de la tala ilegal, el sembrío de la coca que alimenta el narcotráfico, la minería informal…

¿Qué debemos propiciar en el Perú para que la sierra recupere parte de su importancia demográfica, cultural y económica del pasado?. ¿Cómo evitar que esta región sea parte, cada vez de manera más marcada, de la periferia del país, un obstáculo para el desarrollo nacional antes que  parte de una solución integral?. Respuestas difíciles de encontrar, pero trataremos de avanzar con algunas ideas iniciales.

El punto de partida: la gestión del territorio
Una primera cuestión es que no podemos imponer en la sierra un conjunto de actividades para las que su territorio no posee las condiciones naturales fundamentales. La topografía accidentada, propia de un macizo montañoso geológicamente joven, debe ser asumida como un determinante natural, un “dato fijo” que no podemos modificar en la dimensión del tiempo humano; lo mismo puede decirse de la brecha espacial y temporal con que se manifiestan los recursos hídricos, reflejada en períodos lluviosos de corta duración y heterogéneamente distribuidos en el espacio. Por esa razón, antes que forzar el uso del territorio mediante ciertas actividades económicas sofisticadas y el despliegue de infraestructuras  costosas que para algunas autoridades son consustanciales al desarrollo de esta región, hay que garantizar la conservación y la más alta productividad de aquellos recursos renovables que la naturaleza nos ha entregado con limitada generosidad y que, sujetos a presiones por parte de múltiples actores con intereses frecuentemente encontrados, subsisten, cada vez más, amenazados, en equilibrio precario.

En la perspectiva señalada, la zonificación ecológica-económica y el ordenamiento territorial, es decir, definir la vocación y regular la posibilidad de uso de cada sector del territorio del país, constituye una tarea inicial impostergable. Si bien la legislación nacional los establece con carácter mandatorio, las capacidades técnicas de, por ejemplo, los gobiernos regionales y locales, hasta ahora se muestran en general limitadas y a veces se traducen en la validación de caprichos con  enfoques localistas que poco tienen que ver con las potencialidades reales del territorio en un contexto en el que no aparece del todo claro las competencias rectoras en la materia: ¿la PCM?; ¿el Ministerio del Ambiente?.

La gestión de los recursos hídricos es otro tema central. Con el agua mal distribuida geográfica y temporalmente antes que globalmente escasa; con los efectos del cambio climático que determina el retroceso glaciar acelerado y que al disminuir las fuentes de agua procedente de los deshielos hace más marcado el desbalance entre períodos de creciente y estiaje de los ríos; los distintos usuarios pugnan por satisfacer sus demandas con poca preocupación por las urgencias de una justa y equitativa repartición del recurso. La Autoridad Nacional del Agua (ANA), en el marco de la Ley de Aguas y su reglamento, debe actuar como esa suerte de “arbitro” que vela por la mejor distribución y uso del recurso, pero probablemente debido a su corta existencia, su accionar aún no se refleja en claros avances en esa dirección, en un contexto en el que los consejos de recursos hídricos de cuenca apenas se están instalando y es poco lo que, en el corto plazo, se les puede exigir como resultado.

Cuando el agua llega en abundancia en la sierra, dada la topografía dominante, los riesgos para la conservación de los suelos se incrementan; por esa razón, la regulación de lagunas altoandinas en las cabeceras de cuenca; la recarga de los acuíferos y bofedales; los programas de reforestación de laderas; la construcción de defensas ribereñas; la introducción de cultivos menos demandantes de agua; en suma, la gestión integral de cuencas en un escenario de adaptación a los impactos del cambio climático, son fundamentales para garantizar como sea posible la regularidad del ciclo hidrológico, la disponibilidad de agua para riego y asegurar la conservación del suelo para uso agrícola. El agua bien gestionada, permitirá también la introducción en el piso puna de pastos cultivados, de mejor calidad nutritiva que los pastos nativos, lo que asegurará el desarrollo competitivo de una ganadería de bovinos, ovinos y principalmente de camélidos sudamericanos, que podrían cambiar el paisaje actualmente desolado y la escasa dinámica que se observa en un espacio que por sus limitaciones naturales cuenta con de pocas alternativas productivas,   otorgándole individualidad y potenciando la función económica de ese sector altoandino. A este respecto hay que recordar que la ganadería de camélidos sudamericanos, desarrollada con criterio económico, todavía sigue siendo patrimonio exclusivo del Perú y Bolivia.

El agua mejor gestionada permitirá, finalmente, desplegar con seguridad el enorme potencial hidroeléctrico de nuestra región andina. En un contexto de crisis energética global y con un país con pocas reservas de hidrocarburos como el Perú, aprovechar las diferencias de nivel que en poca distancia ofrece el territorio andino para utilizar la energía cinética del agua a fin de transformarla en energía eléctrica, es una de las opciones más claras para superar el déficit y equilibrar la matriz energética hoy todavía dependiente en 53 % de fuentes térmicas, principalmente hidrocarburos. Pero ello exige planificación a largo plazo dado que los proyectos hidroeléctricos son de larga maduración. Según el Ministerio de Energía y Minas, a 2011 el Perú sólo había desarrollado menos del 5 % de su potencial hidroeléctrico técnico-económico aprovechable.

De la agricultura de subsistencia a la agroindustria exportadora
La agricultura en la sierra, siempre ha subsidiado a los mercados urbanos y principalmente a las ciudades costeras; es parte del esquema económico centralista y dominador que ha caracterizado secularmente a nuestro país. Siendo los guardianes del valioso germoplasma de cientos de especies domesticadas a lo largo de la historia y poseyendo conocimientos tradicionales que en pleno siglo XXI tienen amplia vigencia, los actuales campesinos andinos siguen constituyendo el último y más maltratado eslabón de la cadena productiva agropecuaria. El Estado no ha desplegado aún mayores esfuerzos para revertir esta injusta situación que es determinante para que la sierra peruana todavía cobije los más vastos bolsones de pobreza del país. Temas como la política de precios agrícolas, el seguro agrario - este último de reciente y tímida puesta en funcionamiento-, deben ser objeto de prioritaria  atención. Del mismo modo, es importante multiplicar la labor del Programa AgroRural  intensificando su trabajo en las áreas de recursos naturales y cambio climático; producción agroecológica; gestión de cuencas; conservación de suelos; mecanización agrícola; banco de semillas forestales. Todo este esfuerzo estará dirigido a contribuir de manera sustancial en la reversión del cuadro de histórica injusticia del país en su conjunto frente a nuestra población campesina andina que, pese a lo que puedan pensar muchos peruanos seducidos por la “modernidad”, constituyen base y esencia de la nacionalidad.

La globalización de la economía también ofrece una ventana de oportunidades   para  el desarrollo de nuestra región andina. ¿Cómo capitalizar los desarrollos de la ingeniería genética del pasado; el aprovechamiento multiplicado de los “nichos ecológicos” existentes en los Andes;  las capacidades organizativas de sociedades campesinas que han encontrado en los elementos culturales  y en las formas de solidaridad y de trabajo colectivo del pasado, el antídoto que ha evitado su desaparición como tantos otros pueblos que vivieron en la América pre-colombina?. Desenmarañar estas claves permitirá proyectar a la población y a la economía andina por encima de los factores de freno que todavía les impone el Perú contemporáneo y  encontrarles un lugar en el mundo global del siglo XXI.

En ese camino de proyección en el escenario internacional, los principios y las formas de organización social del pasado necesitan ser rescatadas, potenciadas y proyectadas. No se trata en esencia de construir nuevos portentos de la ingeniería que emulen a Machu Picchu o Sacsayhuamán; ni siquiera de reconstruir o recuperar masivamente los andenes que, símbolos de unas sociedades autóctonas con grandes conocimientos técnicos y capacidades organizativas, tendrían que enfrentarse hoy a la desnuda realidad que representa la retribución monetaria del trabajo y, en general, el predominio de la  economía de mercado. Se trata, más bien, de recuperar las fortalezas intrínsecas de tales principios para poner en funcionamiento núcleos de producción campesina capaces de ofertar y de competir en los mercados internacionales especializados o emergentes a través de productos novedosos, de alta calidad y valor nutricional o utilitario, procedentes mayormente de la agroindustria, y que se apoyen en nuestra diversidad biológica y en los logros genéticos del pasado prehispánico. Ello exige, sin embargo, promover entre nuestro campesinado andino formas asociativas modernas que permitan superar las grandes limitaciones de escala -técnica y económica- del minifundio como forma predominante de propiedad y gestión de la tierra.

Si en los supermercados limeños podemos encontrar vinos españoles, quesos franceses, pistachos iraníes o arenques daneses; ¿qué impide que, en el camino de vuelta, nuestra región andina oferte al mundo grano, harina u hojuela de cereales nativos como la quinua o la kiwicha; tubérculos deshidratados o en forma de harina procedentes de variedades de papa, del olluco, la oca y la mashua; leguminosas como el tarwi o chocho (más de 40 % de proteína!); carne de cuy o de camélidos sudamericanos, congelada o en conserva (charqui); frutos frescos como chirimoya, lúcuma, granadilla o tuna; jalea o mermelada de bayas (berries) como el sauco, aguaymanto o el arándano (pushgay en Cajamarca);  fibra y telas de vicuña y alpaca; por mencionar algunos productos?.  

He aquí un reto que implica un trabajo concertado,  consistente y de largo aliento, en aspectos tales como la consolidación de centros de acopio, desarrollo de procesos tecnológicos novedosos y más eficientes que los que se manejan actualmente, fortalecimiento de capacidades empresariales, financiamiento promocional (distinto a financiamiento subsidiado), despliegue de estrategias de acceso a mercados. En un escenario de proliferación de tratados de libre comercio (TLC), muchos de ellos con las economías del primer mundo, el trabajo en estos temas en la perspectiva de involucrar activamente al espacio andino, debería comprometer orgánicamente a distintas instituciones públicas y privadas; entre las del primer grupo, Sierra Exportadora, AgroRural, Agrobanco, Promperú, MINCETUR, las que deberían, en este propósito, trabajar como los engranajes de un sistema de promoción de la producción agroexportadora andina. Existen en esa dirección algunas experiencias exitosas, pero tenemos mucho más por desarrollar y numerosos obstáculos por vencer. Entre estos últimos quizás los valores culturales implícitos en los hábitos alimenticios del consumidor extranjero sean los principales. Sin alejarnos de la región sudamericana: ¿cómo convencer, por ejemplo, al ciudadano común brasileño, es decir a un mercado potencial de casi 200 millones de consumidores, que tan bueno como consumir farinha o farofa, o tanto más, es utilizar harina de quinua o de kiwicha?. El día en que encontremos las respuestas a este tipo de preguntas, habremos abierto las puertas de los mercados del mundo a nuestros productos nativos y seguramente tendremos resuelto gran parte del reto del desarrollo para nuestra región andina.

El lugar de la minería
La minería por su parte, tuvo y tiene una presencia económica dominante en la sierra peruana, pero deberá ser objeto de un profundo proceso de adecuación para continuar siendo viable en el futuro. En esencia, no debiera haber contradicción entre minería formal y otras actividades económicas como la agricultura, en tanto ella se desarrolle en el marco de un riguroso y vigilante proceso de ordenamiento territorial y con pleno acatamiento de la normativa ambiental. Ocurre que los peruanos hemos descubierto muy recientemente la dimensión ambiental del desarrollo y en los tiempos que corren estamos dándonos de bruces, abrumados, con lo que todo ese proceso implica. Tenemos un Ministerio del Ambiente demasiado joven; normativas ambientales pre-existentes que otorgan facultades a todos y a ninguno de los organismos que deberían velar por su aplicación; poca conciencia ambiental en la población y en las autoridades, especialmente las regionales y locales; fiscalías ambientales todavía en estadio germinal… Todo ello en un contexto en el que el ente promotor del desarrollo minero, el Ministerio de Energía y Minas, es también  quien aprueba los estudios de impacto ambiental (EIA) que deben presentar las empresas mineras para empezar a operar. Esto tiene que ser revisado y ajustado en su conjunto, como también tienen que redoblarse los esfuerzos para interesar que las empresas mineras se conviertan en activadoras de las economías regionales: ellas deberían entender que su contribución al desarrollo del país no se agota con el pago del impuesto a la renta y el canon minero. En pleno siglo XXI, la minería no puede seguir siendo la actividad de tipo “enclave económico” que marcó nuestro modelo de desarrollo centralista desde la época de la Colonia y que explica gran parte de las desigualdades regionales que aún subsisten en el país.

En este contexto, es necesario impulsar y arraigar el concepto de pago por servicios ambientales. Si una comunidad campesina altoandina desarrolla un trabajo sostenido por cuidar las cabeceras de cuenca de modo de garantizar la producción regular de agua de calidad, ¿quién paga o premia este esfuerzo?. Hasta la fecha, salvo ejemplos locales y muy puntuales, prácticamente nadie. Hay que tener cuidado, sin embargo, de impulsar entre nuestras comunidades andinas  mecanismos de compensación por el impacto que la minería causa en el ambiente y especialmente en la biodiversidad como el que puede representar, por ejemplo, el Programa de Compensaciones de Negocios y la Biodiversidad (BBOP, por sus siglas en inglés) que promueve una ONG internacional, especialmente en su modalidad de compra de un monto de  “créditos” a un propietario de tierras (estado, comunidad, particular) para, de ese modo, contrarrestar los efectos del impacto de la actividad contaminante sobre la biodiversidad. Nuestras comunidades campesinas están estrechamente ligadas y tienen especial apego a la tierra, a la “pachamama”; son sociedades sedentarias vinculadas a la actividad agrícola desde tiempos milenarios, de modo que los derechos colectivos sobre la tierra, el agua, los bienes y servicios ambientales, más allá del hecho de que la propiedad privada de la tierra y bienes agrícolas vaya ganando terreno en nuestros Andes de la mano de la mayor accesibilidad del campo desde las ciudades y los mercados, sigue formando parte arraigada de la cosmovisión de nuestros pueblos andinos y de sus intereses colectivos. Hay que saber respetar esos principios que rigen el quehacer cotidiano y la vida en comunidad.

La articulación del territorio y el fortalecimiento de la red urbana
Finalmente, ¿qué tipo de articulación convendrá a los intereses del desarrollo de una región con una topografía tan accidentada, con un poblamiento y unas áreas de importancia económica discontinuos, que se organizan a modo de archipiélagos en la vastedad del territorio andino?. Tenemos que ser racionales en el desarrollo de la infraestructura vial y de comunicaciones. No podemos, por ejemplo, darnos el lujo de invertir millones de dólares en la construcción de carreteras que luego no soportarán tráficos que permitan recuperar esas enormes inversiones en términos de rentabilidad social y/o económica. El concepto de “umbral”  en su acepción de “valor mínimo de una magnitud a partir del cual se produce un efecto determinado” es fundamental de ser tenido en cuenta. En ese sentido, la infraestructura vial en la sierra debe ser desarrollada en la perspectiva de “acercar” el campo a la ciudad; permitir que el más alejado villorrio esté conectado a un centro de acopio o a un nudo vial de primer orden en un tiempo menor a una jornada de camino, con unas características de vía adecuadas a la intensidad del tráfico esperado durante la vida útil del proyecto. De ese modo, concentremos las grandes inversiones viales en los ejes transversales mayores, básicamente ya definidos, así como en el eje longitudinal andino, en su mayor parte aún por ejecutarse con características de vía de primer orden. Este mismo concepto aplica para la planificación de la distribución sobre la geografía andina de los servicios de salud y educativos, que deberán estar jerarquizados, desde los más elementales a los más complejos, en función de la accesibilidad y masa poblacional a la que deben atender.

En cuanto a la conveniencia o no de potenciar el transporte ferroviario, el tema amerita un profundo análisis. En el tiempo, la carretera ha reemplazado en el Perú a casi todas las vías férreas desarrolladas en el pasado, debido a la versatilidad del primero de estos modos de transporte para adaptarse a la movilización de volúmenes reducidos y a relativamente cortas distancias, que es la demanda de transporte actualmente dominante. Pero, en un escenario en el que las distancias entre puntos de origen y destino de los tráficos se incrementen; los volúmenes de carga se multipliquen con la agregación de nuevos o más commodities, así como con bienes intermedios y finales en un contexto de vigoroso y sostenido crecimiento económico; y las redes de transporte a escala continental tiendan a densificarse (integración física sudamericana); entonces habrá que reconsiderar la vuelta al transporte ferroviario cuyas principales ventajas son su bajo costo de mantenimiento (si bien requiere de una inversión inicial alta), su larga vida útil, y su moderado impacto ambiental tratándose de redes ferroviarias electrificadas.

En la dimensión urbana, las ciudades que se ubican sobre los ejes viales principales, deben ser potenciadas, en términos de incrementar su calidad funcional. Hay que tener presente que una ciudad es siempre un centro de servicios, y servicios eficientes y económicos son los que necesita el campo andino para poder encontrar soporte a sus expectativas de desarrollo. Algo se ha avanzado en esa dirección en los últimos años debido al crecimiento económico que proyectado desde el “centro” limeño ha involucrado también a algunas ciudades interiores, pero principalmente a las capitales costeras. En la estadística nacional, las ciudades serranas siguen siendo, en esencia, capitales administrativas, aglomeraciones anémicas que viven de las glorias de un pasado prestigioso, pero ubicadas en el tercer rango de la jerarquía urbana nacional. La meta en el horizonte del Bicentenario debería ser contar con una metrópoli regional en el norte, centro y sur de nuestra región andina (Cajamarca?; Huancayo?; Juliaca - Puno?).

En aplicación de estas orientaciones, la sierra peruana deberá, además, concretar gradualmente su vocación de región articuladora mediante la provisión de servicios a la población y las actividades económicas, o facilitando procesos que agreguen valor a los tráficos que conecten costa con amazonía, a los flujos que vinculen centros productores con los mercados de consumo, vocación que incluso podrá proyectarse internacionalmente, particularmente con referencia a los tráficos internacionales de Bolivia y Brasil que se dirigen o tienen destino en los mercados de la Cuenca del Pacífico. 

En un escenario como el propuesto, la sierra habrá encontrado un lugar activo en la construcción del destino colectivo de la Nación peruana.

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